InterRail y el ocaso del viaje en tren

Acudí a un campamento de verano internacional con 22 años, hice amigos y el siguiente verano hice mi primer viaje con un billete InterRail. Desde entonces me enganché a los viajes en tren, recorriendo Europa de punta a punta mirando el paisaje por la ventana. Para alguien de más de metro ochenta, la posibilidad de salir al pasillo a estirar las piernas es una ventaja a tener en cuenta. Y por supuesto, estaba el sentido de la aventura en la era que te comunicabas con casa llamando desde teléfonos públicos y no existían los móviles con Internet.

Recientemente alguien se sacó de la manga la propuesta de regalarle un billete de InterRail a cada europeo al cumplir los 18 años. Se trata de una medida pensada para combatir el euroescepticismo y combatir la creciente xenofobia. Pero resulta que, siguiendo las novedades de los viajes en tren en Europa en Seat61.com desde hace tiempo, he comprobado que se suceden el cierre de líneas de larga distancia. Supongo que ante la competencia de los aerolíneas low-cost. Así que esa posible popularización de los billetes de InterRail, con millones de beneficiarios cada año (¿alguien ha pensado en que podría suceder si todos los posibiles beneficiarios decidieran viajar en verano?), podría coincidir precisamente con el ocaso de las líneas de larga distancia.

Lleavaba tiempo leyendo en Seat61.com el cierre de líneas y supongo que tendría sentido ponerse en cierta forma nostálgico porque los viajes en InterRail marcaron mucho mis veintitantos. Pero supongo que son un vestigio obsoleto del pasado, como aquellas postales que mandaba a casa. Así que a lo mejor estoy confundiendo la nostalgia del «romanticismo» del viaje en tren con la nostalgia del tiempo que ya no volverá. A eso se le llama hacerse viejo.

¡Balcanes!

He hecho un gran descubrimiento: La Revista Balcanes, que se presenta como un «proyecto de la ONG Probalkanes, con sede en Kosovo» y con «el objetivo de dar a conocer la región a través de los que viven, trabajan, viajan, leen, y se interesan por esta parte de Europa». Su editor es Ginés Alarcón.

Es un descubrimiento a añadir al blog Balcanidades. Y es que los Balcanes es de esos sitios que visitas y te quedan ganas de volver para perderte en él.

Viajar por un mundo anglosajón

Quizás Europa haya dejado de tener en España esa resonancia mítica que tuvo en su momento. Las líneas aéreas low-cost popularizaron en tiempos con el barril de crudo más barato que ahora las escapadas de fin de semana a Londres o París y los viajes para visitar a ese conocido que estaba pasando una temporada trabajando en Irlanda o cursando un semestre como estudiante Erasmus en Italia.

Pero hace diez años, antes del euro y de las aerolíneas low-cost, Europa era una tierra mítica a la que los españolitos de a pie llegábamos con ojos asombrados y un billete Interrail. E inevitablemente topábamos con el ejército de mochileros anglosajones que todos los veranos desembarca en Europa. La historia solía ser normalmente la misma: Tras cruzar el ecuador de la carrera o tras licenciarse, pero siempre antes de incorporarse a la vida adulta, estadounidenses, canadienses y australianos empleaban meses para recorrer Europa de una punta a otra en una nueva edición del Grand Tour.

Sé recitar de memoria la lista de países europeos que he visitado, y ya son unos cuantos. Pero lo que no sabría decir es en qué momento empecé a sentir esa sensación de estar una y otra vez en el mismo sitio al entrar por la puerta de los albergues juveniles (“hostels”). Sea en Bruselas, Cracovia o Estambul uno se encuentra siempre el mismo panorama: El inglés no ya usado como lingua franca sino como idioma oficial. Como fauna un grupo de estadounidenses, australianos y canadienses hablando de lo barato que es bucear en los arrecifes de coral en Tailandia, los maravillosos paisajes que se contemplan en la ruta de los Annapurna y qué duro es el síndrome del mal de altura en Bolivia. A la conversación se une un puñado de escandinavos, alemanes y holandeses que hablan en perfecto acento de Nueva Inglaterra, producto del tiempo pasado en un college. Y sin importar el país o la ciudad la conversación deriva en dónde beber alcohol barato y poder ver por satélite en pantalla grande los partidos de la Premier League o la NFL.

La única alternativa parece mejorar tu inglés y abrazar ese mundo anglosajón sabiendo que siempre serás ciudadano de una provincia periférica del Imperio. Pero hay algo más que la resistencia a viajar por el mundo para que sin importar donde vaya siempre encuentre ese microcosmos anglosajón. Es una cierta intuición de que si el idioma no es más que en el fondo una tecnología de comunicación el monopolio cultural no puede ser nada bueno.

Trans Báltica

El periodista estonio Raimo Poom hizo un viaje en tren entre Berlín y Tallin sólo para demostrar lo muy mejorable que son las conexiones por ferrocarril de las repúblicas bálticas entre ellas y con el resto de Europa. El trayecto le llevó cuatro días. Yo hice esa misma trayecto (Berlín-Tallinn) en un vuelo low-cost para comenzar la ruta Tallinn-Riga-Vilna-Varsovia-Cracovia. Hice todo el viaje en autobús, menos la última etapa que hice en tren. Había ideado en su momento, de tener el tiempo y dinero, realizar un viaje por buena parte de los países de Europa que me restaban conocer, empezando en Tallinn y acabando en Salónica. Al final hice una parte de aquel viaje. Y ahora pienso en la idea de retomar aquella idea comenzando en Praga, la etapa inmediatamente posterior a la última de aquel viaje. De tener el dinero y tiempo, claro.

Al final de este viaje

El año pasado me entraron de improviso ganas de recorrer Estados Unidos. Es un país que siempre me generó antipatía. Y mis primeras inquietudes por conocer mundo me llevaron a Europa. Luego al Mediterráneo Oriental. Tenía un proyecto de viaje por Turquía, Siria e Irán, que tras posponer se ha vuelto en una de sus estapas imposible por razones evidentes. Entonces, una amiga se mudó a la Coste Este y cuando me invitó a visitarla me puse a mirar en Seat61.com viajes en tren por Estados Unidos. Viajar en tren es mi forma favorita de recorrer países, herencia de mis inicios como mochilero InterRail y porque valoro por mi altura poder salir al pasillo a estirar las piernas. Así que descubrí el California Zaphryr, que recorre las grandes llanuras y atraviesa las Montañas Rocosas desde Chicago al Valle Central de Califoria, donde los pasajeros embarcan en un autobús para alcanzar San Francisco.

Empecé a soñar. Me compré un mapa Michelin de Estados Unidos y una guía de viaje de los Parques Nacionales del oeste de Estados Unidos. Un segundo ruta Chicago-Los Angeles te deja a 100 kilómetros del Gran Cañón del Colorado. Y no muy lejos de allí está un lugar que supe de su existencia porque un antiguo compañero de piso estadounidense había estado en él. Pero las fotos que él me había mostrado no tenía nada ver con lo que fui descubriendo del Parque Nacional de Sión en Utah. Es un lugar que paree de otro mundo y cuyas fotos parecen óleos o creaciones por ordenador.

Me dediqué a mirar las rutas por carretera para llegar al parque. Recorrí aquellas carreteras con Google Street View. Y cuanto más información acumulaba y más lugares mágicos descubría, más me asaltó una duda, ¿qué diferencia haría visitarlo realemente? Sólo estaría confirmando con mis propios ojos la existencia de maravillas que ya había descubierto. Y esa emoción ya la había vivido una irrepetible vez. Ir o no ir, ¿qué más daba? Iría solo y lo disfrutría solo. Sería una experiencia personal intangible. Algo que sólo iba a perdurar en mi cabeza como un recuerdo. Como toda la felicidad efímera que he vivido.

Repasé mis metas. Los libros que me gustaría escribir y las fotos que me gustarían hacer. Pensé en todas aquellos ensayos y relatos que nunca terminé de escribir pero que están en mi cabeza. Creo que disfruté más documentándome y construyendo un universo en mi cabeza que poniéndome manos a la obra. Sé que de haberlos terminado nunca habría llegado muy lejos con ellos. Y aún así, ¿qué importaba el aplauso y los halagos de los demás? A veces me pasa con la fotografía. ¿Recibir halagos por una foto qué significa realmente? ¿Recibir la enhorabuena por una sensibilidad que no yo escogí tener? ¿Enhorabuena por la belleza de un paisaje que está ahí para cualquiera? ¿Enhorabuena por la suerte de haber encontrado unas nubes caprichosas y una luz solar determinada? ¿Enhorabuena por la belleza y el talento de la modelo?

La vida y la muerte, enormes bromas cósmicas, dejaron de tener sentido para mí, perdido en mi propia cabeza. Es lo que quise contar en la entrada nº 100 de este blog. Y al final me he atrevido a contar en la presente, la nº 200.

Las últimas tierras salvajes de Europa

No sé cuándo podré ahorrar lo suficiente para llevar a cabo los planes de viaje que se acumulan en mi cabeza. Uno de ellos implica recorrer Albania, comenenzando en la isla griega de Corfú para desde allí tomar un barco hasta Sarandë. Cerca de allí están las ruinas de Butrint. Desde allí viajaría rumbo norte para visitar las pintorescas ciudades de Gjirokastër y Berat, antes de llegar a Tirana. No es que la capital del país ofrezca mucho, pero cerca de allí está Krujë y su castillo, con un museo que honra a Skanderberg. A partir de ahí, viajaría rumbo a la frontera de Macedonia para perderme por los pueblecitos en los alrededores de Ohrid y sus iglesias bizantinas. Desde Macedonia será fácil hacer una breve incursión en Kosovo, antes de poner fin al viaje o conectar con otra de las rutas balcánicas que tengo en mente.

Albania es un país poco conocido y poco explotado por el turismo. Miguel Silvestre ha estado allí hace poco con su moto y lo cuenta en La emoción del nómada. Ya hablé aquí del fotógrafo belga Frederik Buyckx y su colección Moving Albania. Pete Brook habla de los famosos búnkers que salpican el país como setas de cemento por la paranoia del dictador Enver Hoxa ante una invasión del país.

Balkanistán

Ando buscando información para un viaje. He desempolvado viejas planes para recorrer los Balcanes. Tenía varias rutas pensadas que al final tendré que modificar para adaptar a las circunstancias. Pero, si finalmente voy, me seguirán quedando razones para volver y lugares que visitar.

Una de las rutas que no haré esta vez es subir por el Neretva desde la costa dálmata hasta Sarajevo, con parada obligatoria en Mostar. Retronaut ha hecho una recopilación de fotos de la ciudad durante la guerra.

Otro lugar que me quedará pendiente por conocer es Albania. Me atrae ese idea de país largamente aislado y todavía en estado puro. El fotógrafo belga Frederik Buyckx lo ha recorrido y preparado una colección de fotos bajo el título Moving Albania. Además, Milan Boonstra lo ha entrevistado para vice.com.

El viaje de tu vida

Siempre me ha llamado la atención cómo se construyen las expectativas personales, algo que creemos tan íntimo y personal pero que una y otra vez descubrimos están moldeadas por la publicidad, el cine y la ficción televisiva. El otro día vi Eurotrip, una película de 2004. No tengo reparos en reconocer que veo películas malas. Mientras que literatura o la música comercial me irritan mucho, a la hora de pasar el rato y desconectar del mundo me parece mejor opción el cine de entretinimiento que una de esas películas trágicas que pretenden concienciar al espectador sobre algún aspecto de la vida o del mundo. Creo que para eso están los documentales y los reportajes.

Eurotrip va de tres amigos y la hermana de uno de ellos que terminan embarcados en una aventura que les lleva por Londres, París, Amsterdam, Bratislava, Berlín y Roma. Lo divertido es la perspectiva exagerada que presentan de Europa, una tierra de libertinaje y desenfreno que se presenta promisoria para unos estudiantes que acaban de terminar la secundaria en los remilgados Estados Unidos. Parte de la gracia de la película está en que juega con esa ilusión que todos compartimos en algún momento de nuestra adolescencia de recorrer Europa con la mochila al hombro esperando vivir una gran aventura a cuyo fin seamos personas diferentes. La película parte del mito y se ríe de él, riéndose tanto de los estereotipos europeos como de los torpes e ignorantes estadounidenses a lo protagonistas National Lampoon’s European Vacation. Es una comedia tonta y facilona, pero en cierta forma entrañable porque todos soñamos con un viaje así.

Ha pasado tiempo desde mi último viaje con mochila por países desconocidos en tren o por carretera. Me quedan pocos países que realmente me apasione conocer. No tengo fecha pero en mi mente tengo muy claros los trayectos de cuatro viajes largos que tengo pendientes por los Balcanes y el Mediterráneo oriental. Son proyectos que mantienen la esperanza y la ilusión. Pero siempre me he preguntado qué pasaría el día que viera un mapa y no encontrara un lugar que me hiciera volar la imaginación. Ese día en que hubiera hecho todos los viajes que siempre soñé. Y un día, leyendo sobre el California Zephyr, el tren que atraviesa Estados Unidos desde Chicago a San Francisco, de pronto seguí con los parques nacionales del oeste del país. Y redescubrí Sión, la tierra prometida.

Viajar por un mundo plano

Quizás Europa haya dejado de tener en España esa resonancia mítica que tuvo en su momento. Las líneas aéreas low-cost popularizaron en tiempos con el barril de crudo más barato que ahora las escapadas de fin de semana a Londres o París y los viajes para visitar a ese conocido que estaba pasando una temporada trabajando en Irlanda o cursando un semestre como estudiante Erasmus en Italia.

Pero hace diez años, antes del euro y de las aerolíneas low-cost, Europa era una tierra mítica a la que los españolitos de a pie llegábamos con ojos asombrados y un billete Interrail. E inevitablemente topábamos con el ejército de mochileros anglosajones que todos los veranos desembarca en Europa. La historia solía ser normalmente la misma: Tras cruzar el ecuador de la carrera o tras licenciarse, pero siempre antes de incorporarse a la vida adulta, estadounidenses, canadienses y australianos empleaban meses para recorrer Europa de una punta a otra en una nueva edición del Grand Tour.

Sé recitar de memoria la lista de países que he visitado, y ya son unos cuantos. Pero lo que no sabría decir es en qué momento empecé a sentir esa sensación de estar una y otra vez en el mismo sitio al entrar por la puerta de los albergues juveniles (“hostels”). Sea en Bruselas, Cracovia o Estambul uno se encuentra siempre el mismo panorama: El inglés no ya usado como lingua franca sino como idioma oficial. Un salón con un enorme aparato de televisión sintonizado en la MTV y una pila de DVD de películas con los éxitos comerciales del último año. Como fauna un grupo de estadounidenses, australianos y canadienses hablando de lo barato que es bucear en los arrecifes de coral en Tailandia, los maravillosos paisajes que se contemplan en la ruta de los Annapurna y qué duro es el síndrome del mal de altura en Bolivia. A la conversación se une un puñado de escandinavos, alemanes y holandeses que hablan en perfecto acento de Nueva Inglaterra, producto del tiempo pasado en un college. Y sin importar el país o la ciudad la conversación deriva en dónde beber alcohol barato y poder ver por satélite en pantalla grande los partidos de la Premier League o la NFL.

La única alternativa parece mejorar tu inglés y abrazar ese mundo anglosajón sabiendo que siempre serás ciudadano de una provincia periférica del Imperio. Pero hay algo más que la resistencia a viajar por el mundo para que sin importar donde vaya siempre encuentre ese microcosmos anglosajón. Es una cierta intuición de que si el idioma no es más que en el fondo una tecnología de comunicación el monopolio cultural no puede ser nada bueno.