Acudí a un campamento de verano internacional con 22 años, hice amigos y el siguiente verano hice mi primer viaje con un billete InterRail. Desde entonces me enganché a los viajes en tren, recorriendo Europa de punta a punta mirando el paisaje por la ventana. Para alguien de más de metro ochenta, la posibilidad de salir al pasillo a estirar las piernas es una ventaja a tener en cuenta. Y por supuesto, estaba el sentido de la aventura en la era que te comunicabas con casa llamando desde teléfonos públicos y no existían los móviles con Internet.
Recientemente alguien se sacó de la manga la propuesta de regalarle un billete de InterRail a cada europeo al cumplir los 18 años. Se trata de una medida pensada para combatir el euroescepticismo y combatir la creciente xenofobia. Pero resulta que, siguiendo las novedades de los viajes en tren en Europa en Seat61.com desde hace tiempo, he comprobado que se suceden el cierre de líneas de larga distancia. Supongo que ante la competencia de los aerolíneas low-cost. Así que esa posible popularización de los billetes de InterRail, con millones de beneficiarios cada año (¿alguien ha pensado en que podría suceder si todos los posibiles beneficiarios decidieran viajar en verano?), podría coincidir precisamente con el ocaso de las líneas de larga distancia.
Lleavaba tiempo leyendo en Seat61.com el cierre de líneas y supongo que tendría sentido ponerse en cierta forma nostálgico porque los viajes en InterRail marcaron mucho mis veintitantos. Pero supongo que son un vestigio obsoleto del pasado, como aquellas postales que mandaba a casa. Así que a lo mejor estoy confundiendo la nostalgia del «romanticismo» del viaje en tren con la nostalgia del tiempo que ya no volverá. A eso se le llama hacerse viejo.