Los viajes del primer trimestre de 2024

Desde que aprendí a manejar Google Flights no he parado de buscar vuelos económicos a lugares interesantes. Sin olvidar que ofrece viajes en tren dentro de España, porque cuando encontré viajes en tren a Barcelona por 14 euros ida y vuelta compré uno para el sábado 20 de enero. Lo hice con meses de antelación sin saber bien qué haría allí. Llegaré a las 9:00 de la mañana y volveré a las 21:00.

De momento tengo entrada para visitar la Sagrada Familia. Sé que es una atracción turística pero supongo que alguna vez tenía que verla por dentro. Creo que también visitaré el Moco Museum, que parece otra trampa para turistas incautos pero asumo el papel de explorador que luego el cuenta al resto si merece la pena ir.

Y pasando de lo divino a lo profano, el martes 6 de febrero haré una escapada de 24 horas a La Coruña para ver la exposición sobre el fotógrafo Helmut Newton. La hija de Amancio Ortega ha montado una fundación que organiza exposiciones de fotógrafos vinculados al mundo de la moda y que no pasan por Madrid. Así que para allá que me iré.

Por último, 2024 es el año en que se cumple el 250º aniversario del nacimiento del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich. Así que voy a viajar en algún momento de febrero o marzo a Hamburgo a ver la exposición especial que han organizado allí, reuniendo 60 cuadros y 100 dibujos del pintor.

Y por fin viajé.

Hace poco hice un viaje por vacaciones fuera de España. Desde 2009 sólo había viajado por puro placer a Andorra en enero de 2020. Parece mentira que haya pasado tanto tiempo. Y fue toda una experiencia.

Yo hice mi primer viaje fuera de España por mi cuenta en 1997. En aquel entonces evidentemente no lo sabía, pero el mundo iba a cambiar profundamente en la siguiente década. A la vuelta de aquel viaje me creé una cuenta de correo electrónico en un servicio llamado HotMail, un juego de palabras con HTML, para estar en contacto con gente que conocí. Al año siguiente viajé a Finlandia y me sorprendió que hasta los adolescentes llevaban móvil. Eran los tiempos de los Nokia 5110 y 6110. Mientras tanto, yo llamaba a mi familia desde cabinas de teléfono y viajaba usando callejeros y guías en papel.

Recuerdo viajar con diferentes circunstancias con la mochila de acampada cargada hasta los topes, lo que se convertía en la forma más fácil de identificar a otros viajeros viviendo su aventura europea en tren. Cuando salías de la estación del tren rumbo al albergue juvenil y veías a otros mochileros por la misma calle o avenida tenías la pista de que ibas por buen camino. Recuerdo la sensación de euforia que generaba encontrar el hostal, tras haberte peleado con el mapa y sudado la gota gorda aplastado bajo la mochila.

No voy a romantizar el viajar por Europa a finales de los noventa. Nunca viví ningún romance fugaz como el protagonista de nuestra película de culto, “Antes de que amanezca”, ni hice amigos para toda la vida. Pero recuerdo la camaradería que se generaba en los andenes o vagones de tren y en los hostales o albergues juveniles con otros mochileros. Coincidías con gente de todas partes del mundo en las mismas circunstancias. Era la primera vez en tu vida que saludabas a alguien de algún país lejano o compartías algún truco o información relevante. Tengo la sensación de que todo eso cambió.

En mi último viaje pude usar el móvil y los datos como si estuviera en España sin ningún sobrecoste. Eso significó usar el GPS para orientarse, además de poder compartir fotos y vídeos en redes sociales y aplicaciones de mensajería. Esa experiencia ya la viví en mis últimos viajes antes del gran parón. Recuerdo estar en Estambul en un albergue chateando con mis amigos y tener una extraña sensación de que mi rutina diaria no había cambiado. Viajar ya no era un cúmulo de experiencias que atesorabas para compartirlas a la vuelta a un grupo de amigos ansiosos por conocer qué habías descubierto en el ancho mundo. Ahora cuando vuelves a casa, el viaje ya es agua pasada.

Confieso que cargué un portátil ligero Chromebook para no estar totalmente desconectado del trabajo durante el último viaje y me encontré que no fui el único. Veías en la recepción o en el comedor del albergue a otras personas mirando el correo u hojas de cálculo, porque para muchos no es imposible desconectar del todo. También vi a mucha gente teniendo videoconferencias. Llegué a encontrarme a una chica sentada en el suelo de un pasillo planchándose el pelo mientras hablaba con alguien en otro huso horario que no había salido de la cama.

La gran novedad de viajar en 2023 es que todo el mundo está conectado a una pantalla. No hablé con nadie en ninguno de los sitios donde me quedé. No lo busqué, pero estoy seguro de que hubiera sido violento si me hubiera dedicado a preguntar a la gente de dónde era y hacia dónde iba. Caí en la cuenta de que, si a finales de los noventa hablabas con otros viajeros en el tren, en los andenes de las estaciones, en los aeropuertos y en los albergues, era simplemente porque en aquella época no había otra cosa que hacer, más que leer tu guía de viaje o una novela. La gente se sentaba con una bebida en la cafetería o el comedor del albergue y buscaba la conversación con otros viajeros porque eso era parte del encanto del viaje, encontrar gente de lugares lejanos. Hoy, en cambio, interactuamos a diario con gente de otros lugares en las redes sociales. No hay nada exótico en contar que has hablado con un mexicano o un australiano.

Pero si creo que hay una gran novedad respecto a viajar a finales de los noventa y primeros años de este siglo son las expectativas. Hoy emprendes un viaje tras haberte convencido de que el sitio merece la pena después de ver decenas de reportajes, vídeos y fotos en las redes sociales. Es posible incluso que hayas visto vídeo de gente de tu país viviendo allí. El resultado es que uno no viaja para explorar un sitio, viaja para confirmar las expectativas creadas. Y lo que es peor, viajar parece convertirse en una carrera de orientación en la que uno tiene que pasar por los “diez sitios imprescindibles” en un tiempo dado. Y por supuesto, para los que odian el turismo de masas tienes las guías de viaje para moverte por el sitio como un lugareño o las listas alternativas de “sitios secretos”.

Por supuesto siempre hay lugar para la improvisación, para guardar el mapa y simplemente callejear descubriendo lugares y ambientes de forma completamente aleatoria. Pero siento que recuperar aquel ambiente de aventura implica hoy ir a sitios más lejanos, caros o peligrosos. O habrá que reinventar la forma de viajar. Pero de eso hablaré otro día.

InterRail y el ocaso del viaje en tren

Acudí a un campamento de verano internacional con 22 años, hice amigos y el siguiente verano hice mi primer viaje con un billete InterRail. Desde entonces me enganché a los viajes en tren, recorriendo Europa de punta a punta mirando el paisaje por la ventana. Para alguien de más de metro ochenta, la posibilidad de salir al pasillo a estirar las piernas es una ventaja a tener en cuenta. Y por supuesto, estaba el sentido de la aventura en la era que te comunicabas con casa llamando desde teléfonos públicos y no existían los móviles con Internet.

Recientemente alguien se sacó de la manga la propuesta de regalarle un billete de InterRail a cada europeo al cumplir los 18 años. Se trata de una medida pensada para combatir el euroescepticismo y combatir la creciente xenofobia. Pero resulta que, siguiendo las novedades de los viajes en tren en Europa en Seat61.com desde hace tiempo, he comprobado que se suceden el cierre de líneas de larga distancia. Supongo que ante la competencia de los aerolíneas low-cost. Así que esa posible popularización de los billetes de InterRail, con millones de beneficiarios cada año (¿alguien ha pensado en que podría suceder si todos los posibiles beneficiarios decidieran viajar en verano?), podría coincidir precisamente con el ocaso de las líneas de larga distancia.

Lleavaba tiempo leyendo en Seat61.com el cierre de líneas y supongo que tendría sentido ponerse en cierta forma nostálgico porque los viajes en InterRail marcaron mucho mis veintitantos. Pero supongo que son un vestigio obsoleto del pasado, como aquellas postales que mandaba a casa. Así que a lo mejor estoy confundiendo la nostalgia del «romanticismo» del viaje en tren con la nostalgia del tiempo que ya no volverá. A eso se le llama hacerse viejo.

¡Balcanes!

He hecho un gran descubrimiento: La Revista Balcanes, que se presenta como un «proyecto de la ONG Probalkanes, con sede en Kosovo» y con «el objetivo de dar a conocer la región a través de los que viven, trabajan, viajan, leen, y se interesan por esta parte de Europa». Su editor es Ginés Alarcón.

Es un descubrimiento a añadir al blog Balcanidades. Y es que los Balcanes es de esos sitios que visitas y te quedan ganas de volver para perderte en él.

Viajar por un mundo anglosajón

Quizás Europa haya dejado de tener en España esa resonancia mítica que tuvo en su momento. Las líneas aéreas low-cost popularizaron en tiempos con el barril de crudo más barato que ahora las escapadas de fin de semana a Londres o París y los viajes para visitar a ese conocido que estaba pasando una temporada trabajando en Irlanda o cursando un semestre como estudiante Erasmus en Italia.

Pero hace diez años, antes del euro y de las aerolíneas low-cost, Europa era una tierra mítica a la que los españolitos de a pie llegábamos con ojos asombrados y un billete Interrail. E inevitablemente topábamos con el ejército de mochileros anglosajones que todos los veranos desembarca en Europa. La historia solía ser normalmente la misma: Tras cruzar el ecuador de la carrera o tras licenciarse, pero siempre antes de incorporarse a la vida adulta, estadounidenses, canadienses y australianos empleaban meses para recorrer Europa de una punta a otra en una nueva edición del Grand Tour.

Sé recitar de memoria la lista de países europeos que he visitado, y ya son unos cuantos. Pero lo que no sabría decir es en qué momento empecé a sentir esa sensación de estar una y otra vez en el mismo sitio al entrar por la puerta de los albergues juveniles (“hostels”). Sea en Bruselas, Cracovia o Estambul uno se encuentra siempre el mismo panorama: El inglés no ya usado como lingua franca sino como idioma oficial. Como fauna un grupo de estadounidenses, australianos y canadienses hablando de lo barato que es bucear en los arrecifes de coral en Tailandia, los maravillosos paisajes que se contemplan en la ruta de los Annapurna y qué duro es el síndrome del mal de altura en Bolivia. A la conversación se une un puñado de escandinavos, alemanes y holandeses que hablan en perfecto acento de Nueva Inglaterra, producto del tiempo pasado en un college. Y sin importar el país o la ciudad la conversación deriva en dónde beber alcohol barato y poder ver por satélite en pantalla grande los partidos de la Premier League o la NFL.

La única alternativa parece mejorar tu inglés y abrazar ese mundo anglosajón sabiendo que siempre serás ciudadano de una provincia periférica del Imperio. Pero hay algo más que la resistencia a viajar por el mundo para que sin importar donde vaya siempre encuentre ese microcosmos anglosajón. Es una cierta intuición de que si el idioma no es más que en el fondo una tecnología de comunicación el monopolio cultural no puede ser nada bueno.

Trans Báltica

El periodista estonio Raimo Poom hizo un viaje en tren entre Berlín y Tallin sólo para demostrar lo muy mejorable que son las conexiones por ferrocarril de las repúblicas bálticas entre ellas y con el resto de Europa. El trayecto le llevó cuatro días. Yo hice esa misma trayecto (Berlín-Tallinn) en un vuelo low-cost para comenzar la ruta Tallinn-Riga-Vilna-Varsovia-Cracovia. Hice todo el viaje en autobús, menos la última etapa que hice en tren. Había ideado en su momento, de tener el tiempo y dinero, realizar un viaje por buena parte de los países de Europa que me restaban conocer, empezando en Tallinn y acabando en Salónica. Al final hice una parte de aquel viaje. Y ahora pienso en la idea de retomar aquella idea comenzando en Praga, la etapa inmediatamente posterior a la última de aquel viaje. De tener el dinero y tiempo, claro.

Al final de este viaje

El año pasado me entraron de improviso ganas de recorrer Estados Unidos. Es un país que siempre me generó antipatía. Y mis primeras inquietudes por conocer mundo me llevaron a Europa. Luego al Mediterráneo Oriental. Tenía un proyecto de viaje por Turquía, Siria e Irán, que tras posponer se ha vuelto en una de sus estapas imposible por razones evidentes. Entonces, una amiga se mudó a la Coste Este y cuando me invitó a visitarla me puse a mirar en Seat61.com viajes en tren por Estados Unidos. Viajar en tren es mi forma favorita de recorrer países, herencia de mis inicios como mochilero InterRail y porque valoro por mi altura poder salir al pasillo a estirar las piernas. Así que descubrí el California Zaphryr, que recorre las grandes llanuras y atraviesa las Montañas Rocosas desde Chicago al Valle Central de Califoria, donde los pasajeros embarcan en un autobús para alcanzar San Francisco.

Empecé a soñar. Me compré un mapa Michelin de Estados Unidos y una guía de viaje de los Parques Nacionales del oeste de Estados Unidos. Un segundo ruta Chicago-Los Angeles te deja a 100 kilómetros del Gran Cañón del Colorado. Y no muy lejos de allí está un lugar que supe de su existencia porque un antiguo compañero de piso estadounidense había estado en él. Pero las fotos que él me había mostrado no tenía nada ver con lo que fui descubriendo del Parque Nacional de Sión en Utah. Es un lugar que paree de otro mundo y cuyas fotos parecen óleos o creaciones por ordenador.

Me dediqué a mirar las rutas por carretera para llegar al parque. Recorrí aquellas carreteras con Google Street View. Y cuanto más información acumulaba y más lugares mágicos descubría, más me asaltó una duda, ¿qué diferencia haría visitarlo realemente? Sólo estaría confirmando con mis propios ojos la existencia de maravillas que ya había descubierto. Y esa emoción ya la había vivido una irrepetible vez. Ir o no ir, ¿qué más daba? Iría solo y lo disfrutría solo. Sería una experiencia personal intangible. Algo que sólo iba a perdurar en mi cabeza como un recuerdo. Como toda la felicidad efímera que he vivido.

Repasé mis metas. Los libros que me gustaría escribir y las fotos que me gustarían hacer. Pensé en todas aquellos ensayos y relatos que nunca terminé de escribir pero que están en mi cabeza. Creo que disfruté más documentándome y construyendo un universo en mi cabeza que poniéndome manos a la obra. Sé que de haberlos terminado nunca habría llegado muy lejos con ellos. Y aún así, ¿qué importaba el aplauso y los halagos de los demás? A veces me pasa con la fotografía. ¿Recibir halagos por una foto qué significa realmente? ¿Recibir la enhorabuena por una sensibilidad que no yo escogí tener? ¿Enhorabuena por la belleza de un paisaje que está ahí para cualquiera? ¿Enhorabuena por la suerte de haber encontrado unas nubes caprichosas y una luz solar determinada? ¿Enhorabuena por la belleza y el talento de la modelo?

La vida y la muerte, enormes bromas cósmicas, dejaron de tener sentido para mí, perdido en mi propia cabeza. Es lo que quise contar en la entrada nº 100 de este blog. Y al final me he atrevido a contar en la presente, la nº 200.

Las últimas tierras salvajes de Europa

No sé cuándo podré ahorrar lo suficiente para llevar a cabo los planes de viaje que se acumulan en mi cabeza. Uno de ellos implica recorrer Albania, comenenzando en la isla griega de Corfú para desde allí tomar un barco hasta Sarandë. Cerca de allí están las ruinas de Butrint. Desde allí viajaría rumbo norte para visitar las pintorescas ciudades de Gjirokastër y Berat, antes de llegar a Tirana. No es que la capital del país ofrezca mucho, pero cerca de allí está Krujë y su castillo, con un museo que honra a Skanderberg. A partir de ahí, viajaría rumbo a la frontera de Macedonia para perderme por los pueblecitos en los alrededores de Ohrid y sus iglesias bizantinas. Desde Macedonia será fácil hacer una breve incursión en Kosovo, antes de poner fin al viaje o conectar con otra de las rutas balcánicas que tengo en mente.

Albania es un país poco conocido y poco explotado por el turismo. Miguel Silvestre ha estado allí hace poco con su moto y lo cuenta en La emoción del nómada. Ya hablé aquí del fotógrafo belga Frederik Buyckx y su colección Moving Albania. Pete Brook habla de los famosos búnkers que salpican el país como setas de cemento por la paranoia del dictador Enver Hoxa ante una invasión del país.

Balkanistán

Ando buscando información para un viaje. He desempolvado viejas planes para recorrer los Balcanes. Tenía varias rutas pensadas que al final tendré que modificar para adaptar a las circunstancias. Pero, si finalmente voy, me seguirán quedando razones para volver y lugares que visitar.

Una de las rutas que no haré esta vez es subir por el Neretva desde la costa dálmata hasta Sarajevo, con parada obligatoria en Mostar. Retronaut ha hecho una recopilación de fotos de la ciudad durante la guerra.

Otro lugar que me quedará pendiente por conocer es Albania. Me atrae ese idea de país largamente aislado y todavía en estado puro. El fotógrafo belga Frederik Buyckx lo ha recorrido y preparado una colección de fotos bajo el título Moving Albania. Además, Milan Boonstra lo ha entrevistado para vice.com.