El péndulo de Foucault

Fue entonces cuando vi el Péndulo.
La esfera móvil en el extremo de un largo hilo sujeto de la bóveda del coro, describía sus amplias oscilaciones con isócrona majestad.
Sabía, aunque cualquiera hubiera podido percibirlo en la magia de aquella plácida respiración, que el período obedecía a la relación entre la raíz cuadrada de la longitud del hilo y ese número pi que, irracional para las mentes sublunares, por divina razó vincula necesariamente la circunferencia con el diámetro de todos los círculos posibles, por lo que el compás de ese vagar de una esfera entre uno y poro era el efecto de una arcana conjura de las más intemporales de las medidas, la unidad del punto de suspensión, la dualidad de una dimensión abstracta, la naturaleza ternaria de pi, el tetrágono secreto de la raíz, la perfección del círculo.

Así empieza la novela El péndulo de Foucault de Umberto Eco. La leí y la disfruté con 16 años para pasmo de muchos adultos, cosa que me enorgullecía entonces. Aquel comienzo estaba escrito para asustar y obligar al lector despistado a dar la vuelta. Las primeras 70 u 80 primeras páginas eran duras de leer. Aunque estaba segurísimo entonces que se me habían escapado innumerables referencias y subtextos. Pero a mí me fascinó la historia de Jacopo Belbo, el perdedor, junto con otras tantas cosas de la trama que me llevaron a leer el libro varias veces.

Hace meses descubrí, otra casualidad que nos unía, que Jorge Jiménez había sido otro lector que había disfrutado de la novela. Entonces llegó este artículo de Jotdown y descubrí que fuimos unos cuantos los adolescentes que llegamos a aquel libro a principios de los noventa y lo hicimos nuestro, we happy few.

El viaje de tu vida

Siempre me ha llamado la atención cómo se construyen las expectativas personales, algo que creemos tan íntimo y personal pero que una y otra vez descubrimos están moldeadas por la publicidad, el cine y la ficción televisiva. El otro día vi Eurotrip, una película de 2004. No tengo reparos en reconocer que veo películas malas. Mientras que literatura o la música comercial me irritan mucho, a la hora de pasar el rato y desconectar del mundo me parece mejor opción el cine de entretinimiento que una de esas películas trágicas que pretenden concienciar al espectador sobre algún aspecto de la vida o del mundo. Creo que para eso están los documentales y los reportajes.

Eurotrip va de tres amigos y la hermana de uno de ellos que terminan embarcados en una aventura que les lleva por Londres, París, Amsterdam, Bratislava, Berlín y Roma. Lo divertido es la perspectiva exagerada que presentan de Europa, una tierra de libertinaje y desenfreno que se presenta promisoria para unos estudiantes que acaban de terminar la secundaria en los remilgados Estados Unidos. Parte de la gracia de la película está en que juega con esa ilusión que todos compartimos en algún momento de nuestra adolescencia de recorrer Europa con la mochila al hombro esperando vivir una gran aventura a cuyo fin seamos personas diferentes. La película parte del mito y se ríe de él, riéndose tanto de los estereotipos europeos como de los torpes e ignorantes estadounidenses a lo protagonistas National Lampoon’s European Vacation. Es una comedia tonta y facilona, pero en cierta forma entrañable porque todos soñamos con un viaje así.

Ha pasado tiempo desde mi último viaje con mochila por países desconocidos en tren o por carretera. Me quedan pocos países que realmente me apasione conocer. No tengo fecha pero en mi mente tengo muy claros los trayectos de cuatro viajes largos que tengo pendientes por los Balcanes y el Mediterráneo oriental. Son proyectos que mantienen la esperanza y la ilusión. Pero siempre me he preguntado qué pasaría el día que viera un mapa y no encontrara un lugar que me hiciera volar la imaginación. Ese día en que hubiera hecho todos los viajes que siempre soñé. Y un día, leyendo sobre el California Zephyr, el tren que atraviesa Estados Unidos desde Chicago a San Francisco, de pronto seguí con los parques nacionales del oeste del país. Y redescubrí Sión, la tierra prometida.

Making women nod

Nunca encajé en el estereotipo machista de hombre (un tipo físicamente vigoroso, promiscuo sexual y con la capacidad de resolver los problemas a puñetazos) así que me interesó mucho cuando la descubrí la redifinición postfeminista de la masculinidad hecha por hombres. Aquello me enseñó a estar alerta sobre el sexismo venga de donde venga. Con el paso del tiempo fui siendo mucho más consciente de la tremenda superficialidad de muchas feministas y del rancio sexismo de ideas supuestamente avanzadas.

He redescubierto hace poco a Bill Maher. No me extenderé sobre qué ideas suyas comparto pero me hizo gracia cuando mencionó esos debates televisivos en los que los hombres dicen cosas francamente estúpidas pero políticamente correctas buscando «un gesto de aprobación con la cabeza de las mujeres».

Cuando la política es sólo estética

Llevo demasiado tiempo sintiendo que el activismo político de izquierda ha quedado convertido en una mera cuestión estética. Ha quedado reducido a una forma de estar en el mundo y no de ser o hacer. Identificas a alguien por su postura a favor o en contra de temas abstractos y lejanos, sea Cuba, Palestina o el Sáhara, que no es en el fondo más que una forma de presentarte ante los demás en una conversación. Algo que se materializa en el «Me Gusta» de Facebook y que ha venido en llamarse «Cultura de la Adhesión». España está tan carente de referentes referentes intelectuales que han tenido que ser importados de fuera.

El 15-M ha quedado en un happening.

[Y] podríamos hablar de esa sensación de euforia desinflada después del grito mudo. De cómo en los corrillos agrupados alrededor del caballo unos se miraban a otros y decían: “Bueno… ¿y ahora qué?”. Y de cómo el de enfrente le miraba como diciendo… “ah, ¿pero vosotros no teníais una sorpresa preparada?”. Y no. La expectación era tan grande que todo el mundo pensaba que el de al lado tenía un gran plan trazado. Y no.

Cínico

La semana pasada estuve hablando con una persona que ha mandado la solicitud para colaborar como voluntaria en la India en una ONG que tiene un proyecto sobre deporte. ¿Deporte y desarrollo? ¡Claro!, le dije. Hay tanta obesidad en la India que todos esos niños gordos de los barrios de chabolas que se pasan el día sentados en el sofá jugando con sus consolas deberían hacer deporte para perder peso.

Conocí a alguien que trabajó un tiempo en una ONG que se dedica exclusivamente a ese campo: Deporte en los países subdesarrollados. El mundo de las ONGs dedicadas a la cooperación internacional para el desarrollo y la ayuda humanitaria es como el artículo 34 de Internet. Ese que dice que si eres capaz de imaginar la versión porno de algo sin duda ya existe. La imaginación humana para inventar ONGs es infinita.

Pudo ser el efecto de la cerveza que me había tomado. O el efecto de haber leido Blanco bueno busca negro pogre, un libro escrito con mucha mala leche por el antropólogo Gustau Nerin. La cuestión es que la otra persona justificó su interés en el tema porque había leído un libro de un occidental que se dedicaba a rescatar de la prostitución a mujeres de la India pero que se había encontrado el problema de que regresaban a manos de sus proxenetas porque las mantienen engachadas a la metanfetamina. Y el deporte, todo el mundo sabe, es una buena forma de mantener a los jóvenes lejos de la droga. Me acordé de aquella frase de Leo Harlem. «Ahí tenéis Maradona. Una persona que si no hubiera sido por el fútbol habría dado en cualquier vicio». De pronto me imaginé a un montón de ex-prostitutas indias sudorosas con el mono haciendo aerobic. Y entonces se me encendió la bombilla. Por qué no aunar ese proyecto que ya contempla la perspectiva de genéro con la última moda: La reducción de la huella de carbono. Así que le propuse la idea de poner a las ex-prostitutas a darle al pedar en unas bicicletas conectadas a alternadores que produzcan corriente eléctrica. Spinning que reduce la huella de carbono.

Ya está. He terminado convirtiéndome en un cínico.

Jot Down y el periodismo posible

Hace mucho tiempo, en otro blog, conté que echaba de menos en España revistas como The Atlantic o New Yorker. Incluso me llababa la atención la clase de grandes artículos en las ediciones estadounidenses de Vanity Fair y Esquire cuyo estilo, me temo, se quedó por el camino a la hora de sacar las ediciones españolas de ambas revistas.

Así que he estado pendiente de los intentos de hacer un periodismo diferente en España. Lamenté la desaparición de Soitu y me sentí decepcionado con FronteraD y Periodismo Humano con sus nada originales dosis de buenismo. Tampoco espero mucho de El Diario, que proclama «un periodismo objetivo, pero también honesto», como si fueran incompatibles.

En este panorama ha sido una sorpresa y una excepción la discreta aparición de Jot Down, con sus entrevistas inteligentes, largas y sosegadas. Y cuando leí a Ricardo J. González, su subdirector, decir «[a]spiramos a ser el New Yorker español» entendí todo. Que dure mucho.