Fue entonces cuando vi el Péndulo.
La esfera móvil en el extremo de un largo hilo sujeto de la bóveda del coro, describía sus amplias oscilaciones con isócrona majestad.
Sabía, aunque cualquiera hubiera podido percibirlo en la magia de aquella plácida respiración, que el período obedecía a la relación entre la raíz cuadrada de la longitud del hilo y ese número pi que, irracional para las mentes sublunares, por divina razó vincula necesariamente la circunferencia con el diámetro de todos los círculos posibles, por lo que el compás de ese vagar de una esfera entre uno y poro era el efecto de una arcana conjura de las más intemporales de las medidas, la unidad del punto de suspensión, la dualidad de una dimensión abstracta, la naturaleza ternaria de pi, el tetrágono secreto de la raíz, la perfección del círculo.
Así empieza la novela El péndulo de Foucault de Umberto Eco. La leí y la disfruté con 16 años para pasmo de muchos adultos, cosa que me enorgullecía entonces. Aquel comienzo estaba escrito para asustar y obligar al lector despistado a dar la vuelta. Las primeras 70 u 80 primeras páginas eran duras de leer. Aunque estaba segurísimo entonces que se me habían escapado innumerables referencias y subtextos. Pero a mí me fascinó la historia de Jacopo Belbo, el perdedor, junto con otras tantas cosas de la trama que me llevaron a leer el libro varias veces.
Hace meses descubrí, otra casualidad que nos unía, que Jorge Jiménez había sido otro lector que había disfrutado de la novela. Entonces llegó este artículo de Jotdown y descubrí que fuimos unos cuantos los adolescentes que llegamos a aquel libro a principios de los noventa y lo hicimos nuestro, we happy few.