Qué va, qué va… Yo leo a Kierkegaard

Se queja Jorge San Miguel de que estamos en una era de activismo político «low cost». Hoy la gente se limita en Facebook a darle a «Me gusta», copiar y pegar textos en su muro o sumarse a grupos. Parece que la gente está más politizada que nunca y tanta inflación de causas en Internet sólo esconde lo inane de la «cultura de la adhesión», donde las opciones éticas dan paso a las estéticas.

La cuestión es ¿hemos llegado a esta situación partiendo de una Arcadia feliz donde todos leían, discutían y participaban?

Bambucicleta

No es que tenga una fijación con los medios de transporte. No sé por qué se me ocurrió otra idea para un relato que comienza con el protagonista yendo a su lugar de trabajo. Y tras leer un artículo en alguna parte me lo imaginé montado en una bicicleta con cuadro de bambú.

Y la que parece una excentricidad resulta que se fabrica en Estados Unidos o Argentina, existiendo hasta kits de móntala tú mismo.

De «zorras» y «culturetas»

Después de haber publicado «Mata al mensajero» y «Superar el Romanticismo» me encuentro (vía LibrodeNotas.com) un artículo en El País de José Ángel Mañas dónde cuenta la paradoja de cómo durante el siglo XX los intelectuales pasaron de ser bohemios y malditos a ocupar las instituciones y el poder. Ahora, las nuevas tecnologías hacen tambalear sus viejos privilegios y su resistencia al cambio los convierte en nuevos reaccionarios.

Lo que sí quería resaltar es la curiosidad de que, por primera vez en la historia reciente, el colectivo de artistas, vamos a llamarlos clásicos, se han encontrado en una situación descaradamente retrógrada y reaccionaria. Y eso, para quienes están acostumbrados a ser la vanguardia cultural de nuestras sociedades, es una situación insólita e incómoda, de la que no saben cómo salir. Yo sospecho que será con los pies por delante.
¿El fin de la dictadura del «culturetado»?

Y también vía LibrodeNotas.com llego a un artículo en El País de Diego A. Manrique que me parece relevante tras haber escrito «Es sólo sexo». Manrique, por cierto, cita a Christina Rosenvinge que hace poco dijo definió la música femenina como un «concurso de zorras» con el consiguiente chaparrón de mierda. Y ya sabemos cómo está el nivel general de comprensión lectora.

Por los siete mares

Hay algo que remite a paisajes familiares. Quizás sea su formación con musicos de jazz latino en Nueva York. Quizás sean esos aires de Oriente Medio que se cuelan a veces en su música. Descubrí a Avishai Cohen por accidente acompañando a un amigo al que habían dejado tirado con varias entradas para un concierto de la gira de presentación de «Seven Seas». Y hay algo especial en la ejecución en directo del tema que da nombre al disco. Me estaré montando una película en mi cabeza. Pero, ¿no es un telégrafo lo que imita al comienzo? Yo sueño con barcos antiguos salidos de un cómic de Colto Martés o Tintín.

Es sólo sexo

Doy por hecho que si un alter ego del adolescente que fui me escuchara hablar de la vida y de la naturaleza humana posiblemente se escandalizaría de lo que pienso y sin duda estaría en desacuerdo.

Como todos los adolescentes creía que cada persona es un mundo, único y complejo, que sólo podía ser explicado por sí mismo. Cada persona tenía mil razones para ser como era. Ahora sé que la mente humana está construida sobre una combinación de piezas finitas que genera patrones comunes.

Desde luego no sabría adivinar a ciencia cierta que va a hacer alguien cercano mañana o cómo reaccionaría ante una determinada situación. Pero sé identificar al vuelo qué subyace en toda clase de declaraciones. La gente se pasa la vida autoengañándose y justificándose.

Contaba el otro día de cómo un día las agencias de publicidad al servicio de la industria de la moda y la coméstica reciclaron el discurso femenista en su contra para vender sus productos como forma de empoderamiento de la mujeres. Un elemento de ello del que daría para hablar largo y tendido fue la asexual hipersexualización de las mujeres. Un oximorón con resultados prácticos muy curiosos: Las mujeres que lucen su cuerpo se siente incómodas con la reacción masculina. «Yo sólo pretendía demostrar que estoy a gusto conmigo misma», dicen quejumbrosas repitiendo los mensajes del mundo de la publicidad. Pero el asunto tiene un reverso en el que los hombres hemos entrado. Al girar todo en torno al sexo pretendiendo que es otra cosa, los hombres nos hemos convertidos en tácitos compradores de fantasías sexuales con otro nombre.

El adolescente que va al cine a ver Ultraviolent, Underworld o Tomb Raider 2 puede tener la conciencia tranquila de que gasta su dinero en una película de acción. Que la estética de las protagonistas femeninas entre en el terreno del fetichismo leather-latex es sólo casualidad. Todos hemos visto a «la chica de la lejía del futuro» ¡En el futuro visten así!

Hace poco descubrí dos casos reseñables de los que no voy a poner enlaces. Una chica de veintipocos que ya ha publicado varios poemarios, editado una antología de gente de su generación, tiene un blog en la edición digital de un periódico y mil cosas más, que inclyuen posar para varias reportajes como modelo. «¿Es guapa y su poesía es accesible? No me digas más.» Sentenció un colega filólogo y profesor de universidad. Me quedé con la duda. Revisé su blog y me encontré, sin venir a cuento, muchos autorretratos. También me encontré muchas fotos de sus lecturas, siempre una mano femenina con las uñas pintadas sujetando el libro imitando a ratos a Helmut Newton. Y ahí estaba. Vender carne pero pudiendo todos jugar a que no es eso. Como ese otro caso de la venezolana «de familia de mucho dinero» que vive en Miami y escribe de moda pero que intercala sin venir a cuentos fotos de ella luciendo escote. Seguro que muchos hombres darán a la rueda del ratón convenciéndose a sí mismos que visitan la página por las recomendaciones de música, TV o cine.

Decía Michel Foucault en «La microfísica del poder» que el poder no es una cualidad que se posee. Es una relación entre dos partes. El poder de llamar la atención existe porque hay quienes están dispuestos a entrar en el juego. Y a estas alturas de la vida la carne y el sexo vende en el mundo de la comunicación y la publicidad porque los hombres seguimos dispuestos a hacer doble click con una excusa preparada.

Arqueología futura

Conservo arriconado mi Pentium a 120 MHz. y 16 megas de RAM con Windows 95 (300.000 pesetas, comprado en diciembre de 1995). También mi AMD K7 que costó con su pantalla de 17 pulgadas unas 180.000 pesetas en el verano de 2001. También mi cámara réflex analógica autofocus Pentax MZ-50 (45.000 pesetas, comprada en el otoño de 2002).

El Pentium y la Pentax aún funcionan, pero quedaron arrinconados tras la llegada de los cacharros que los sustituyeron. Al menos la Olympus Camedia C150 de 2 megapíxeles y el Sony Dicsman tuvieron una segunda vida en manos de mi hermana cuando me hice con la Casio Exilim Pro 505 (360 euros, comprada en otoño de 2005) y el Creative Muvo C100 (50 euros, comprado en otoño de 2005).

Dice Derrick de Kerckhove en «La piel de la Cultura» (págs. 30-31):

Por otro lado, cuando las tecnologías de consumo finalmente se introducen en nuestras vidas, pueden generar una especie de fetichismo obsesivo en sus usuarios, algo que McLuhan llamó una vez la narcosis de Narciso. En verdad, parecemos desear que nuestras máquinas personales, ya sean un automóvil o un ordenador, estén dotadas de poderes que vayan más allá del uso que nosotros hacemos de ellas. […] Donde otros observadores de los fenómenos culturales habían apelado a las fuerzas de la mercadotecnia, McLuhan vio en este fenómeno un patrón puramente psicológico de identificación narcisista con el poder de nuestros juguetes. Considero esto como una prueba de que estamos realmente convirtiéndonos en cyborgs, y que, así como cada tecnología extiende una de nuestras facultades y transciende nuestras limitaciones físicas, tendemos a adquirir las mejores extensiones de nuestro propio cuerpo. Cuando compramos nuestro equipo de vídeo doméstico, queremos que tenga las mejoras funciones de edición posibles, no porque vayamos a usarlas jamás, sino porque nos sentiríamos minusválidos e inadecuados sin ellas.

Yo me he movido siempre entre la fascinación tecnofetichista de consultar todos los días páginas web de tecnología y la desazón de sentirme un roedor moviendo una rueda que no puede parar. Pienso en las cantidades de dinero que gastamos y que en pocos años terminan acumulando polvo o en la basura. El monitor CRT de 17 pulgadas que compré con el ordenador AMD K7 terminó la semana pasada en un «punto limpio» a pesar de funcionar perfectamente. Era un trasto enorme que ya no iba a encontrar en su sitio en una era de pantallas planas.

¿Realmente amortizamos la tecnología que consumimos de forma personal? Desde que aparecieron los miniportátiles he comprado dos siempre por debajo de los 300 euros aprovechando ofertas. Y de la misma forma que hace ya mucho tiempo que sólo compro ropa y calzado en las rebajas de verano e invierno, no compro tecnología que no esté de rebajas y que sea cara. Creo que no merece la pena gastar grandes cantidades en algo que va estar condenado irremediablemente a acumular polvo. He decidido ir desprendiéndome de mi fascinación tecnológica.

Revisionismo histórico

Me ha llamado la atención un artículo en Overthinking It de John Perich sobre un videojuego de la serie The Elder Scrolls donde cuenta cómo en el juego no hay una narrativa única sobre la realidad del mundo en que tiene lugar la acción. El jugador puede ir leyendo textos repartidos por el juego y descubrir diferentes puntos de vista. Es más, termina descubriendo hechos por sí mimo que contradicen las leyendas y supersticiones populares.

Leí fantasía en mi adolescencia y llegué tarde a J. R. R. Tolkien. Cuando leí «El Hobbit» y su estilo me pareció anticuado. Luego no pasé en el primer libro de «El Señor de los Anillos» del encuentro con el cargante Tom Bombadil. Así que mi principal referencia sobre la trilogía son las películas. Al final del «El Retorno del Rey», viendo cómo Aragorn eran aclamado por el pueblo tras su boda, me paré a pensar cómo todas las obras de fantasía medieval presentan de forma acrítica un orden social estratificado. Nos cuentan la historia de reyes justos y bondadosos, sus caballeros valientes y bellas princesas de fuerte cáracter. Todo tan tremendamente reaccionario en que el orden social viene dado por el nacimiento. Nosotros, como lectores, somos invitados a participar en el anti-moderno Medievo como una fiesta floral que mitifica la realeza y la aristocracia.

El paleontólogo ruso Kirill Yeskov tuvo la idea de contar «El Señor de los Anillos» desde el punto de vista de Mordor. «Canción de hielo y fuego» de George R. R. Martin ha ido más allá al evitar presentar el típico elenco de personajes en el que «los buenos» llegan al final de la historia sin un rasguño. Pero seguimos atrapados en el discurso de nobles y caballeros. La idea es que en realidad hay muchos puntos de vista. Las historias, a pesar de el narrador omnisciente, no son más que puntos de vista. Sería sin duda posible contar los mismos relatos desde el punto de vista de los campesinos, pastores, mercaderes, sacerdotes y prostitutas. Quizás el género esté a tiempo de renovarse o quizás deba ser preciso acabar con él de una vez por todas.

Feliz apocalipsis digital

Confieso que no he dedicado ni un segundo a leer de qué va en serio eso de la SOPA o la PIPA, ni he leído en profundidad sobre la investigación que ha hecho el FBI de Megaupload, ni tampoco he estudiado el contenido de la Ley Sinde. El mundo se derrumba y yo sin saber…

No es indiferencia. Es pereza. Creo que la red encontrará su propio camino.

El tesoro que nadie quiere

Hace ya un montón de años leí una mención de un columnista del diario El Mundo sobre una poetisa rusa que había recitado sus versos en un acto en Madrid. Busqué información sobre ella en Internet y sólo encontré información sobre su colaboración con la sede moscovita del Instituto Cervantes. Ahora sé que Natasha Vanjanen es poetisa, hispanista y traductora.

De aquella columna periodística que la mencionaba tomé nota de un poema suyo que terminaría guardando en las páginas del diario que escribí durante un viaje por Europa en el verano de 1999. En aquellos 47 días alcancé el Círculo Polar Ártico en la antesala de la Laponia finlandesa y contemplé desde sus pies las cumbres nevadas de los Alpes suizos. Viví con tanta intensidad aquellas semanas que me sentía incapaz de explicarme ante los demás. Nunca había estado tanto tiempo solo y lejos de casa. Pero cuando volví a casa me encontré que nadie estaba interesado en lo que yo había vivido y aprendido.

Así que allí estaban las palabras de Natasha Vanjanen, que llevé a partir de entonces en mi cabeza en cada viaje junto con el deseo de no volver.

¡Jasón, no regreses jamás!
¿Para qué quieren las gentes tus hazañas?
Desean oro, pero sólo
en piezas acuñadas con perfil cincelado
por algún artista que sepa conferir
hermosa crueldad a cualquier rostro.
Y no tienen por qué quererte,
porque seas un héroe, Jasón.
No regreses.

El cuerpo me pide viajar de verdad. Viajar.

Mad Women

He visto sólo un puñado de capítulos de Mad Men, la serie sobre una agencia de publicidad en Estados Unidos a principios de los años 60. Había leído críticas que la ensalzaban como una de las mejores series de los últimos años y una muestra de cómo la «fición de calidad» en televisión se había puesto por delante del cine de Hollywood.

A mí, lo que me llamó la atención no fue la construcción de los personajes, el desarrollo de las tramas y la estética tan cuidada, sino el machismo de aquellos tiempos que es representado de forma descarnada y que visto con ojos actuales resultan sonrojante. Apenas he leído sobre ello, cuando por ejemplo hace poco descubrí que se ha escrito bastante sobre la posible misoginia de Steven Moffat (Doctor Who, Jekyll, Sherlock).

Lo que he encontrado han sido alabanzas a la estética de la serie por su verosimilitud y disertaciones sobre lo retro y lo vintage («Mad Men» vuelve a poner de moda….). He encontrado hasta retazos de lo que podíamos llamar discurso post-postfeminista en esa nostalgia por «aquellos tiempos en que los hombres eran hombres» (y usaban sombrero). De hecho, a alguien se le ha ocurrido lanzar una serie que se recrea en la estética de aquellos tiempos, línea de accesorios y productos «oficiales» incluida, prescindiendo de innecesarios dramatismos

No sé qué pretensiones tienen los productores de «Mad Men» sobre la duración de la serie. No creo que quieran convertirla en un «Cuéntame» a la estadounidense, con un arco de tiempo excesivamente largo. Pero la realidad es que los personajes de la serie son dinosaurios cuyo mundo a la vuelta de la esquina va a estallar en mil pedazos.

En los Estados Unidos de «Mad Men» (y en la España de mucho tiempo después) la publicidad de la industria de la moda y los cosméticos apelaba a que sus productos servían a las mujeres para complacer a sus marido. Ellas les esperaban impacientes y guapísimas (las tareas domésticas las hacían mujeres de las clases subalternas) para proporcionarles «el descanso del guerrero» tras un duro día de trabajo en la oficina. Pero ese mundo de hipocrecías y frustaciones subterráneas inevitablmente fue cuestionado por una revolución cultural que me intriga cómo será representada en «Mad Men» si la serie se adentra en los años 60.

En algún momento la industria de la moda y la coméstica fue puesta en jaque por las feministas y los viejos argumentos de «estar guapa para tu hombre» dejaron de servir para vender sus productos. No sé si alguien ha documentado esa historia. Por ejemplo Thomas Frank ha estudiado cómo los valores de rebeldía e inconformismo fueron asumidas por la industria del automóvil estadounidense. Descubrimos así que La furgoneta hippy Volkswagen resulta ser en realidad una magistral jugada de marketing. Y de la misma manera, en algún momento, a algún genio maquiavélico se le ocurrió darle la vuelta a los argumentos de venta de la industria de la moda y la cosmética.

No sé si fue la obra puntual de un cerebro solitario que desencadenó una contrarrevolución o un proceso gradual. La cuestión es que un día los artículos de moda y belleza se convirtieron como productos de consumo en símbolos de emancipación de la mujer. Cuidar los kilos de más, ir a la moda, lucir escote, vestir minifalda y llevar tacones dejaron de ser cosas que las mujeres hacían «para los hombres», para convertirse en cosas que ellas hacían para sí mismas sin importar estar solas, en pareja o casadas. Estar guapa, según los cánones, era un mensaje que se lanzaba al mundo. Una declaración de principios sobre la propia autoestima y autoaceptación.

La jugada resultó ser magistralmente genial y digna de estudio por una tesis doctoral de sociología del consumo. Convertía automáticamente a quien se negara a entrar en el juego en una persona con problemas, posiblemente una lesbiana y sin duda en una amargada. Pero aceptar las reglas no era necesariamente un billete sin retorno a la tierra prometida. La industria de la moda y la cosmética ofrecían un pacto mefistofélico en el que el listón de estar guapa se iba desplazando en el horizonte como un espejismo siempre lejano. Década tras dédada el ideal de belleza femenina ha ido adelgazando. Por ejemplo, Martin Voracek y Maryanne Fisher revisaron las medidas de las 577 chicas de las páginas centrales de la revista Playboy entre 1953 y 2001. Encontraron que el índice de masa corporal había disminuido.

Pero no sólo se trata de un cuerpo ideal cada vez más andrógino o una guerra permanente contra el propio cuerpo en el que cada año se ofrece una solución en forma de crema de belleza para un problema que antes no existía. Yo, que llevo varios meses de usuario en Deviantart, no he podido dejar de reparar en cómo se autorrepresentan las mujeres, bajo capas de maquillaje y retoque intenso de Photoshop. Txema Rodríguez hablaba de «cómo la fotografía ha arruinado la vida de millones de mujeres». La manipulación digital de las fotografías ha permitido cruzar los límites de un mundo posthumano. La empresa H&M reconoció que en su catálogo aparecían cuerpos hechos por ordenador al que se le pegaban las caras, algo nada sorprendente para quien conozca el blog Photoshop Disasters. El ideal de belleza femenino ha entrado en el terreno de los cyborgs.