Llevo semanas ocupado con la interminable tarea de poner orden y hacer limpieza en mis libros, papeles y trastos. Encontré una carpeta llena de recortes sobre la crisis económica de principios de los noventa, aquella que siguió a la Guerra del Golfo. Las noticias de los periódicos hablaban del paro, de precariedad, del cierre de empresas en España que trasladaban su producción a Europa del Este o Marruecos, de las peticiones de más recortes sociales hechos por altos cargos de empresas e instituciones internacionales y también de cómo las marcas de lujo aumentaban sus beneficios a pesar de la crisis. Acumulé tantos recortes porque era la era pre-Internet y los medios en papel era la única forma de enterarte de lo que pasaba en el mundo.
La carpeta era una cápsula del tiempo con noticias que podían haber tenido fecha de ayer mismo. La cuestión es que no estamos asistiendo a la aplicación de una doctrina del shock, aprovechando la coyuntura de la actual crisis, sino a la aceleración de un proceso histórico de desmantelamiento del Estado del Bienestar y transformación del mercado laboral. que comenzó con el fin de la Guerra Fría y la desaparición del comunismo en la Europa del Este.
Se suele datar el nacimiento del Estado del Bienestar en la Alemania de Bismarck. Pero lo que algún despistado suele atribuir a la benevolencia del Canciller de Hierro sucedió en un contexto de fuerte combatividad de la clase obrera. Eran los tiempos de las grandes factorías donde miles de obreros compartían las mismas penosas condiciones de trabajo. Precisamente Karl Marx escribió El Capital con la preocupación de que la gran revolución obrera iba a estallar antes de que él acabara su obra. Birsmarck decretó las Leyes Anti-socialistas a finales de la década de 1870 para luego crear las pensiones de jubilación y los seguros de enfermedad y desempleo en una evidente estrategia del palo y la zanahoria.
Más allá de los países nórdicos, la generalización del Estado del Bienestar llegó tras la Segunda Guerra Mundial. En países como Francia e Italia la resistencia contra la ocupación nazi la habían protagonizado los comunistas. En una de las películas del cura Don Camilo se descubre que alguien del pueblo había escondido en un granero un carro de combate M-24 robado durante la Segunda Guerra Mundial para hacer la revolución cuando acabara la guerra. La situación de pobreza era tan generalizada en Alemania que el arzobizpo de Colonia, Josef Frings, aprobó robar por necesidad. Así que existía el temor a que la clase obrera europea considerase la Unión Soviética un modelo a seguir, aunque sólo fuera porque no se tenía verdadera consciencia de los horrores soviéticos. Del consenso compartido de que a la clase obrera se le debía proveer de un educación, salud y derechos laborales surgió el modelo bipartidista donde social-demócratas y demócrata-cristianos se alternaron o compartieron gobiernos durante décadas en muchos países europeos. Aquel período se conoce en Francia como los 30 años gloriosos, que coincide con el «milagro económico» alemán. Es la era en que la clase obrera accede al consumo masivo, alejando el espectro de la revolución.
La caída de la Unión Soviética y el desmantelamiento del comunismo llegó cuando el modelo económico de la postguerra había entrado en crisis a partir de 1973. El resto de la historia es conocida. Los gobiernos se mantienen dentro de una cierta ortodoxia económica para atraer inversores que instalen negocios y compren deuda pública bajo la atenta mirada de las agencias calificadoras de deuda que le ponen «nota» a los gobiernos, porque siempre corren el riesgo de que las inversiones vuelen a otro país que ofrezca mejores condiciones y la divisa nacional se resienta en los mercados internacionales. En esa lógica los trabajadores de una misma empresa multinacional compiten entre ellos a la baja para que se les asigne trabajo, ofreciéndose a trabajar más y reducirse el sueldo bajo la persistente amenaza de que la producción será desviada a otra factoría.
La correlación de fuerzas cambió y las medidas sociales ya no son necesarias para mantener a raya a la clase obrera. Warren Buffett decía en 2006 que existía la guerra de clases, «pero es mi clase, la clase de los ricos, la que está haciendo la guerra y estamos ganando». Curiosamente cinco años después, en plena crisis, era más tajante al afirmar que «ha habido un guerra de clases en curso durante los últimos veinte años y mi clase ha ganado».
Estoy muy de acuerdo con lo que dices aquí, y lo cierto es que deja sensación de desasosiego el ver el rumbo que están tomando las cosas.
Pero por otra parte el ver a Warren Buffett hablar con tanta arrogancia y seguridad sobre su victoria y la de los suyos en la guerra de clases me hace pensar en las numerosas ocasiones históricas en las que alguien ha dado por segura una victoria. Por poner dos ejemplos clásicos, la aristocracia y el clero francés, tras contemplar el abandono de los representantes del Estado llano de los Estados Generales y su posterior marcha al frontón de pelota, nunca consideraron que ese sería el comienzo de su caída.
El segundo caso que me viene a la mente es el del zar Nicolás II y sus ministros y mandos militares que, tras los incidentes de la factoría Putilov y del resto de Petrogrado en 1917, no consideraban que pudiese resultar exitosa una revuelta popular después de aplastar las revueltas de 1905.
No estoy diciendo que ahora estemos en un caso parecido a los comentados, pero sí que veo que los triunfalismos (sean de quien sean) en alguna ocasión son el paso previo a la derrota, o por lo menos, al tropiezo.
Aunque también es cierto que esto que he comentado puede ser una manera de intentar mantener a flote mi optimismo.
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