La banalización musical de Dios

Enter los 15 y 19 años fui católico practicante. Es una etapa de mi vida que ahora resulta muy lejana y que estoy seguro de que traerá de cabeza a mis biógrafos. En aquel entonces yo no era del todo consciente, pero los que manejaban la vida parroquial era un grupo de matrimonios jóvenes seguidores de la Teología de la Liberación impregnados de los valores postconciliares. No me atreviría a llamarlos cristianos progres, porque de estos conocí luego y no los metería en el mismo saco. Diría más bien que la ruptura se notaba principalmente en las formas, especialmente en la liturgia. Simplificando y yendo a lo concreto, aquellos matrimonios jóvenes representaban a esa generación de cristianos que cantan en misa acompañados de guitarra. Como algún católico conservador los llama, «los de la guitarrita».

El repertorio incluía canciones que empleaban la melodía de música popular de los años 60, como «Blowing in the wind» de Bob Dylan y «The Sound of Silence» de Simon & Garfunkel. Aquellas canciones tenían un aire familiar que no terminábamos de identificar. No sé si ahora causa risa, pero estamos hablando de la era pre-Internet. Ahora en menos treinta segundos de búsqueda en Google te pones en la pista de una canción que viste en una película o un anuncio de televisión. En aquel entonces tener cultura musical siendo un adolescente suponía tener a un pariente o amigo mayor que tú con una buena colección de discos, o bien dedicarte a escuchar esos programas de radio que ponen de madrugada.

Yo fui siempre contrario a la pompa y lo tradicional. Me parecía apolillado y arcaico. Recuerdo cómo fastidiaba a un compañero de clase en C.O.U., católico conservador, contándole que yo estaba a favor de misas con disc jockeys. Pero a pesar de todo, las misas siempre me parecieron un coñazo. Una obligación a la que iba con resignación cristiana.

Me hice agnóstico, me desvinculé de la iglesia católica y finalmente terminé siendo ateo. Años después me encontré a mí mismo disfrutando de la música de las culturas más diversas, lo que implicaba música religiosa de otros credos. Creo que la primera música de la que fui consciente que despertaba en mí una especie de transcedencia dentro de los límites de mi ateísmo, que es lo mismo decir que me ponía profundamente introspectivo en un estado de ensimismamiento, fue la del pakistaní Nusrat Fateh Ali Khan.

Nusrat Fateh Ali Khan fue la figura más importante en el siglo XX del qawali, un género musical sufí. Ya hablé aquí de cómo a través de su música llegué al flamenco. El ruido cacharrero de la orquesta que le acompañaba dio paso a una producción cuidada por el guitarrista canadiense Michael Brook en los discos de estudios para el sello Real World.

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En el año 2007 hice un periplo por las república bálticas. En la primera etapa del viaje, visité la catedral ortodoxa de Tallin (Estonia). Cuando entré estaba cantando un pequeño coro mixto de jóvenes que sin duda debían ser estudiantes de conservatorio. Enseguida apareció un pope y empezó la misa. El pope empezó unas letanías con una profunda voz rusa que eran contestadas por el coro. La ceremonia, toda cantanda, fue un espectáculo digno de un auditorio de música. A la majestuosidad del lugar se unía la calidad de los intérpretes. Yo hubiera pagado por asistir a aquella misa.

Meses después murió mi abuela materna. Y me dediqué a escuchar los cantos de los monjes ortodoxos del monasterio de Pechersk Lavra en Kiev (Ucrania). Busqué consuelo en aquella música. No se trató de una experiencia mística ni nado parecido. Fue entonces cuando comprendí por qué encontraba tan fácilmente un goce estético en la música religiosa de credos ajenos al catolicismo. Aquellas misas postconciliares en iglesias de decoración desangelada con música reciclada de los éxitos de cantautores estadounidenses habían arrebatado a la experiencia religiosa toda épica, misterio y grandiosidad. Es casi imposible sentir una experiencia profunda cuando el «Santo, santo» de una misa se interpreta en español acompañado a la guitarra con la melodía de una canción pop de Bananarama.

Lo religioso necesita del mito y de la tradición. Las ceremonias tienen que estar envueltas en el misterio y ser un acto mágico de conexión con la divinidad. Así hace falta un entorno especial que impacte al creyente, un ritual cargado de simbolismo y un oficiante con un atuendo especial. No es casual que la liturgia en credos ajenos al catolicismo use una lengua arcaica. Lo divino tiene que ser ajeno al mundo terrenal. Mientras en español se suceden las traducciones de la Biblia buscando un lenguaje moderno, los protestantes emplean la edición King James. Para estadounidenses y británicos, Dios habla en el inglés de principios del siglo XVI: «Thou shalt not kill». Por su parte, giegos ortodoxos y judíos emplean en sus liturgias el griego y el hebreo antiguos. Así, el himno bizantino «Cristos Anesti» suena sublime en la voz de Divna Ljubojević. Se trata de una experiencia estética que está a años luz de aquellos acordes de guitarra acompañando canciones contemporáneas. No en vano, en la liturgia judía existe la figura del cantante con formación musical y religiosa. Uno de ellos, Sholom Katz fue enviado a un campo de concentración por los nazis. Junto con otros judíos fue ordenado a cavar su propia tumba. Pidió permiso para interpretar un canto fúnebre, «El male rachamim». Uno de los guardas, impresionado, lo separó del resto y luego le permitió escapar. Años más tarde el mismo Sholom Katz grabó una versión del «El male rachanim» dedicada a las víctimas del Holocausto. Tan conmovedora como la versión del rabino Shaul Praver de la congregación Adath Israel de Newtown (Connecticut) donde tuvo lugar una masacare en un colegio. El rabino Praver tuvo que hacerse cargo de los funerales de varias víctimas e interpretó «El male rachamim» en una ceremonia multiconfensional en la que habló el presidente Obama.

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3 comentarios en “La banalización musical de Dios

  1. También estuve en el momento y el lugar adecuados para que me pillara la versión hippie del catolicismo. Fueron los primeros años después de la caída del muro. En Hungría. Con el renacimiento masivo de todo tipo de religiones, tampoco tardaron en aparecer las guitarras en las iglesias. Guardo buenos recuerdos de aquella época (entre los 11 y los 15 años) pues vivía en un pueblo muy pequeño y cerrado y el cura «moderno» que introdujo las guitarras y hasta una educación sexual para muchos inexistente en casa, era simpático, sabía tratar con adelescentes. Eso sí, de «trascendencia» había, efectivamente, poco en todo aquello. Era más un programa social que religioso. De hecho, un ejemplo cercano que conozco de aquella época que sí acabó siendo religioso lo hizo en el protestantismo, leyendo la Biblia y no cantando The Sound of Silence.

  2. Clap, clap, clap.

    Más liturgia y menos moralina.

    Al final, tenemos una Iglesia focalizada en lo moral y que ha abandonado la liturgia y el latín.

  3. Totalmente de acuerdo con la banalización católica que siguió al Vaticano 2º. Lo he dicho muchas veces: tiraron por la borda cientos de años de música maravillosa para cantar de buen rollito canciones ayunas de espiritualidad.

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