Hace tiempo dejé de pelearme con el mundo. Dejó de importarme que la gente siguiera con pasión cualquier moda estúpida, que se divirtiera haciendo el energúmeno y que consumiera sin criterio cualquier basura. A mí no me tenía que importar lo que la gente hiciera para sentirse y pasarlo bien. A mí me tenía que importar construir mi pequeño rinconcito en el mundo y encontrar a alguien para compartirlo. Estaba totalmente equivocado.
Me pasé la vida pensando que, como era un empollón friki, sensible y cultureta pero con cierto espíritu aventurero, aparecía tarde o temprano alguien especial que apreciaría todo ello. Error. A nadie le importó una puta mierda los países que visité, los libros que devoré, las montañas que subí y los artículos que escribí. Mis ganas de viajar por el mundo, mis gustos sobre arte o cultura y mis inquietudes intelectuales eran irrelevantes frente a mi apariencia física y mi carácter.

Hace un par de años en el intervalo de unas pocas semanas coincidí con tres amigas que vivían por aquel entonces en tres continentes diferentes y las tres me contaron lo mismo. Que ahora, con más de cuarenta años, habían descubierto que ser madres les había llenado como nunca se habían imaginado, que renegaban de las ideas que habían sostenido con veintipocos años y que valoraban (o echaban en falta) la presencia de alguien que representaba la masculinidad tradicional en sus vidas. Aquella conversación me hizo sentir que yo había desperdiciado la vida siguiendo el camino equivocado. Había logrado ser la antítesis de eso que las mujeres buscaban: un malote en la juventud y el hombre resolutivo en la madurez. Yo, si acaso, era alguien suficientemente entretenido para tomar un café de vez en cuando y hablar un rato.
Cada año, cuando llegaba mi cumpleaños me decía “Todavía no sé si fue buena idea”. Me refería a llegar a este mundo. Ahora lo sé. Ahora no hay dudas. Soy un error de la naturaleza. Ojalá no hubiera nacido. Pero también sé otra cosa. Que no tiene sentido pasarse la vida quejándose en público. Aunque sólo sea para no aburrir y espantar a la poca gente que te hace caso. Pero sobre todo porque quejarse supone dar por hecho que la vida nos debe algo en vez de asumir estoicamente que estas son las cartas con las que jugamos.
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