A finales de 2006 empecé a encontrar noticias sueltas y aparentemente inconexas que me hicieron pensar que se avecinaba una crisis económica en España. «Se va a desplomar el mercado inmobiliario» dije un día. Un jubilado, que había trabajado en un gran banco, me oyó decirlo y me soltó «¿Cuándo se ha visto que los pisos bajen de precio?». No le respondí. Pero en aquel entonces hubiera apostado mis magros conocimientos universitarios de Economía y Demografía contra sus experiencia de décadas en el sector bancario. Hubiera ganado.
Digan lo que digan los antifranquistas orgánicos el dictador demostró algo de mano izquierda ofreciendo a la clase obrera los sueños del Seat 600 y el «pisito», como tantas placas con el yugo y las flechas atestiguan. Así nació una clase trabajadora ciertamente conservadora que hoy ríe las gracias a Federico Jiménez Losantos mientras que la cara pública del «progresismo» en España son profesionales liberales y artistas de un estrato socioeconómico superior. Algo no tan distinto a la situación de EE.UU.
Los hijos de todos aquellos funcionarios, trabajadores de empresas públicas, obreros del INI y pequeños empresarios recibieron dos grandes consignas: Tenían que sacarse un título universitario para «ser alguien en la vida» y comprarse una casa «que de verdad sea tuya». Siguiendo estas consignas la generación del «baby boom» español abarrotaron las universidades españolas a partir de la segunda mitad de los años 80. Cuando salieron al mercado laboral de una España globalizada que perdía el tren de la sociedad postindustrial y se llenaba de inmigrantes la pirámide salarial se hundió. El título universitario, algo accesible sólo a una minoría elitista en los 70, ya no era la puerta a un trabajo para toda la vida. Llegó el famoso «mileurismo» y la precariedad hasta en profesiones como la de ingenerio de telecomunicaciones y arquitecto, empujando a cientos de miles de licenciados a trabajar en cualquier cosa.
En este panorama, curiosamente, la consigna de comprarse el «pisito» fue seguida a rajatabla sin reparar en las circunstancias del mercado laboral, financiero e inmobiliario. Aparecieron así las hipotecas a 50 años. Podríamos pensar que al menos la coyuntura llevó a muchos a tomar la decisión de comprar una casa con todas las preocupaciones. Pero hubo quienes ni estudiaron la letra pequeña. Todos son ahora pobres víctimas.
Sería divertido reunir ahora las frases dichas entonces por miles y miles de parejas. Incluso por solteros que recibieron «una mano» de sus padres. «Es una inversión». «Si esperas a que sea una buen momento te puedes pasar toda la vida». «Si lo piensas nunca lo harás». «Al menos así tengo algo que es realmente mío». «Es algo para lo que hacen falta dos sueldos pero no me voy a quedar a esperar a la persona adecuada«. «Si lo miras bien está lejísimos de todo pero es un sitio con mucho futuro«
La generación de los trabajos precarios y mal pagados vive ahora con la piedra atada al cuello de las hipotecas. Por mucha alarma que generen las cifras macroeconómicas y los indicadores sociales las llamadas a la «rebelión» no despertarán a nadie. Aquí no pasará nada. Están todos demasiado preocupados en no perder su empleo mal pagado y precario que les permita seguir pagando la hipoteca y las letras del coche con el que ir de casa en ese barrio «con futuro» al trabajo.
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