Recuerdo que mi primera toma conciencia de que era un paria social tuvo lugar al comienzo del tercer año de la primaria. Habíamos vuelto de las vacaciones de verano y nos encontramos con una ampliación de las canchas deportivas del colegio. Ahora había un nuevo campo de fútbol dividido transversalmente en tres o cuatro campos más pequeños. Los chicos acogimos con entusiasmo la novedad. Dejamos de ser niños que jugábamos a los vaqueros o a los piratas para convertir los recreos en una competición deportiva infinita que, alternando fútbol y baloncesto según modas, duró hasta que terminó la E.G.B. Y así, las habilidades deportivas se convirtieron en la vara de medir con la que se estableció la nueva jerarquía social. Ahí descubrí que yo estaba fuera.
Viví un conflicto permanente entre querer encajar en el grupo y mantenerme al margen uniéndome en los recreos a los frikis e inadaptados. Aquel conflicto se resolvió precisamente en una cancha de deporte. Con 20 años estudiaba Formación Profesional y un día nos quedamos después de clase a jugar al baloncesto. Yo corría arriba y abajo por la cancha, poniendo ganas sin que jamás la pelota llegara a mis manos porque era muy malo. Y no recuerdo si abandoné el juego o esperé a que terminara la partida, pero fue allí cuando me dije que perdía el tiempo esforzándome en ser uno más. Le di la la espalda a todos y me marché a casa.
Aquella aceptación de mi individualidad no fue una solución mágica. Evidentemente sufrí toda mi postadolescencia por ser un bicho raro y especialmente por no tener éxito con las chicas. Justo cuando la vida me dio una segunda oportunidad, entrando en la universidad con veintipocos años, los amigos de toda la vida tomaron caminos divergentes. Tardé en entender que aquella provisionalidad era en realidad la normalidad.
El consuelo que me ofreció siempre la gente fue que todo se solucionaría algún día. Y yo, evidentemente, lo quise creer aunque fuera pensamiento mágico. Necesitaba creerlo porque hasta la lógica apuntaba que tarde o temprano acabaría la fase en que las chicas monas, que me decían que ojalá sus novios fueran capaces de entenderles como lo hacía yo, saldrían de la fase de la vida en que buscaban malotes egocéntricos. Algún día cambiaría de ciudad, tendría un trabajo y encontraría amigos.
Aparte de la esperanza de un futuro idílico que tarde o temprano llegaría, los consejos más frecuentes que recibía era que me esforzara en modificar mi aspecto: ir al gimnasio, cambiar de corte de pelo, ponerme lentillas, cambiar de estilo de vestir… Hasta mi ropa, práctica por encima de todo, resultaba problemática. Una compañera de universidad me dijo un día que era evidente mi falta de autoestima por mi estilo de vestir. Lo cual, más allá de mis problemas de autoestima, me pareció un insulto.
Cuando eres diferente, aquello que es una desventaja o motivo de burla se termina convirtiendo no en una característica sino en una parte importante de tu identidad. Por eso las personas que estamos fuera de la normalidad sentimos que si transformas algo de tu vida no sólo estás cambiando, te estás pasando al enemigo. Así me resistí a vestir traje y corbata hasta los cuarenta.
En 2013 me pasó algo curioso. En el intervalo de un mes tuve dos conversaciones exactamente iguales con dos amigas muy diferentes que viven en países diferentes. Las dos me contaron que por fin habían entendido por qué no tenían éxito con los hombres: porque los hombres nos sentimos intimidados ante las mujeres inteligentes, fuertes e independientes que tienen ideas propias. Una me contó su decepción porque, incluso sus amigos más cultos e inteligentes, a la hora de la verdad, buscaban una novia florero que les mirara con fascinación. No recuerdo qué les dije, pero sí lo que pensé. Pensé en lo muy alejadas que estaban ambas de los cánones estéticos. Y que su punto de vista significaba que la atracción y el enamoramiento tenía lugar en un vacío en el que los seres humanos flotábamos ajenos a los imperativos biológicos y a los constructos sociales. La verdadera epifanía llegó inmediatamente, cuando caí en la cuenta que el argumento era de doble sentido. No podía esperar tampoco de las mujeres que fueran ajenas al mundo en que vivían.
Hace unos pocos años me volvió a pasar lo mismo que en 2013. En el intervalo de un mes tres amigas que viven en tres continentes diferentes me confesaron que ahora opinaban cosas que les hubieran horrorizado de jóvenes. Habían descubierto que ser madre les hacía sentirse realizada y era la experiencia que más satisfacciones les había dado en la vida. Abominaban de las ideas feministas que alguna vez defendieron siendo veinteañeras. Y que, en su nueva vida familiar, al final del día lo que valoraban era tener a su lado un hombre que resolviera problemas, fuera reclamar al casero que arreglara los desperfectos de la casa o una avería del coche.
Supongo que si hubiera asimilado completamente aquellas lecciones me habría lanzado a tratar de convertirme en un hombre como los demás. Pero hubo siempre una voz en mi cabeza que me dijo que daba igual que cambiara mi cuerpo y mi aspecto. Yo iba a seguir siendo el mismo. Cualquier transformación de la apariencia quedaría inmediatamente arruinada tan pronto abriera la boca. Mi carácter y mi manera del mundo no iba a cambiar Así que mi única esperanza era encontrar a quienes compartieran mis inquietudes e intereses para convertir lo que me hacía diferente en mi tabla de salvación.
Ahora puedo decir que estaba equivocado. Nunca a nadie le importó lo que a mí me emocionaba, conmovía o apasionaba. Mi producción intelectual sólo interesó a otros frikis, todos hombres. Los viajes y las lecturas o la curiosidad por el mundo y el arte han sido siempre cuestiones que han quedado en el ámbito de lo estrictamente personal y privado. Lo que quiera que sea que permite conectar a las personas o causar atracción está ausente en mí. Por eso miro atrás y entiendo que si pudiera vivir la última mitad de mi vida de nuevo sabiendo lo que sé ahora el resultado hubiera sido muy parecido, sólo que me habría ahorrado mucho tiempo. Ahora sólo queda seguir fracasando, pero haciéndolo mejor.
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