Nunca pensé que diría esto

Allá por 2018 me surgió un trabajo en Madrid y cuando me establecí me pregunté a mí mismo qué haría diferente con mi vida si supiera que cinco años más tarde sería diagnosticado de una enfermedad fulminante. Para mi sorpresa no me dije a mí mismo que me pondría a viajar para visitar esos sitios con los que alguna vez soñé. Me dije a mí mismo que me pondría a escribir libros.

Tuve muy claro durante buena parte de mi vida que la respuesta a aquella pregunta era viajar. Y hasta tenía en mente que el primer destino sería Japón. Luego, cerca de los cuarenta, empecé a soñar también con atravesar Estados Unidos en tren, Viajar era para mí el cénit de la vida. Lejos de todo. Superando miedos. Explorando lugares que sólo había conocido por libros. Pero llegó el momento en que empecé a sentir que viajar se convertía en ir tachando lugares de una lista. No podías viajar a determinadas ciudades sin visitar la icónica callejuela llena de cafés y no podías visitar determinada aldea sin subir a su magnífico castillo para al final sentir que simplemente estabas siguiendo el camino que otros habían hecho antes. El sentimiento de explorar el mundo desapareció cuando de cualquier sitio interesante del mundo habías visto mil fotos en Instagram.

Por supuesto había camino a la improvisación para perderse. Así terminé en una fiesta de barrio de Estambul con un sentimiento de volver a las fiestas de barrio de mi infancia. O comiendo baklava en un mercado de Sofía. O subiéndome a un tranvía que hacía una ruta circular en Bruselas. Pero siempre estaba de paso en los sitios. Siendo el único turista en un mercado no dejabas de ser alguien de paso viendo la gente en su ajetreo cotidiano. Así que llega un momento en la vida en que comprendes que sólo puedes vivir verdaderamente la esencia de una ciudad cuando llevas tiempo viviendo en ella. Al final va a tener razón una amiga cuando decía que viajar está sobrevalorado.

¡Balcanes!

He hecho un gran descubrimiento: La Revista Balcanes, que se presenta como un «proyecto de la ONG Probalkanes, con sede en Kosovo» y con «el objetivo de dar a conocer la región a través de los que viven, trabajan, viajan, leen, y se interesan por esta parte de Europa». Su editor es Ginés Alarcón.

Es un descubrimiento a añadir al blog Balcanidades. Y es que los Balcanes es de esos sitios que visitas y te quedan ganas de volver para perderte en él.

Viajar por un mundo anglosajón

Quizás Europa haya dejado de tener en España esa resonancia mítica que tuvo en su momento. Las líneas aéreas low-cost popularizaron en tiempos con el barril de crudo más barato que ahora las escapadas de fin de semana a Londres o París y los viajes para visitar a ese conocido que estaba pasando una temporada trabajando en Irlanda o cursando un semestre como estudiante Erasmus en Italia.

Pero hace diez años, antes del euro y de las aerolíneas low-cost, Europa era una tierra mítica a la que los españolitos de a pie llegábamos con ojos asombrados y un billete Interrail. E inevitablemente topábamos con el ejército de mochileros anglosajones que todos los veranos desembarca en Europa. La historia solía ser normalmente la misma: Tras cruzar el ecuador de la carrera o tras licenciarse, pero siempre antes de incorporarse a la vida adulta, estadounidenses, canadienses y australianos empleaban meses para recorrer Europa de una punta a otra en una nueva edición del Grand Tour.

Sé recitar de memoria la lista de países europeos que he visitado, y ya son unos cuantos. Pero lo que no sabría decir es en qué momento empecé a sentir esa sensación de estar una y otra vez en el mismo sitio al entrar por la puerta de los albergues juveniles (“hostels”). Sea en Bruselas, Cracovia o Estambul uno se encuentra siempre el mismo panorama: El inglés no ya usado como lingua franca sino como idioma oficial. Como fauna un grupo de estadounidenses, australianos y canadienses hablando de lo barato que es bucear en los arrecifes de coral en Tailandia, los maravillosos paisajes que se contemplan en la ruta de los Annapurna y qué duro es el síndrome del mal de altura en Bolivia. A la conversación se une un puñado de escandinavos, alemanes y holandeses que hablan en perfecto acento de Nueva Inglaterra, producto del tiempo pasado en un college. Y sin importar el país o la ciudad la conversación deriva en dónde beber alcohol barato y poder ver por satélite en pantalla grande los partidos de la Premier League o la NFL.

La única alternativa parece mejorar tu inglés y abrazar ese mundo anglosajón sabiendo que siempre serás ciudadano de una provincia periférica del Imperio. Pero hay algo más que la resistencia a viajar por el mundo para que sin importar donde vaya siempre encuentre ese microcosmos anglosajón. Es una cierta intuición de que si el idioma no es más que en el fondo una tecnología de comunicación el monopolio cultural no puede ser nada bueno.

Viajar por un mundo plano

Quizás Europa haya dejado de tener en España esa resonancia mítica que tuvo en su momento. Las líneas aéreas low-cost popularizaron en tiempos con el barril de crudo más barato que ahora las escapadas de fin de semana a Londres o París y los viajes para visitar a ese conocido que estaba pasando una temporada trabajando en Irlanda o cursando un semestre como estudiante Erasmus en Italia.

Pero hace diez años, antes del euro y de las aerolíneas low-cost, Europa era una tierra mítica a la que los españolitos de a pie llegábamos con ojos asombrados y un billete Interrail. E inevitablemente topábamos con el ejército de mochileros anglosajones que todos los veranos desembarca en Europa. La historia solía ser normalmente la misma: Tras cruzar el ecuador de la carrera o tras licenciarse, pero siempre antes de incorporarse a la vida adulta, estadounidenses, canadienses y australianos empleaban meses para recorrer Europa de una punta a otra en una nueva edición del Grand Tour.

Sé recitar de memoria la lista de países que he visitado, y ya son unos cuantos. Pero lo que no sabría decir es en qué momento empecé a sentir esa sensación de estar una y otra vez en el mismo sitio al entrar por la puerta de los albergues juveniles (“hostels”). Sea en Bruselas, Cracovia o Estambul uno se encuentra siempre el mismo panorama: El inglés no ya usado como lingua franca sino como idioma oficial. Un salón con un enorme aparato de televisión sintonizado en la MTV y una pila de DVD de películas con los éxitos comerciales del último año. Como fauna un grupo de estadounidenses, australianos y canadienses hablando de lo barato que es bucear en los arrecifes de coral en Tailandia, los maravillosos paisajes que se contemplan en la ruta de los Annapurna y qué duro es el síndrome del mal de altura en Bolivia. A la conversación se une un puñado de escandinavos, alemanes y holandeses que hablan en perfecto acento de Nueva Inglaterra, producto del tiempo pasado en un college. Y sin importar el país o la ciudad la conversación deriva en dónde beber alcohol barato y poder ver por satélite en pantalla grande los partidos de la Premier League o la NFL.

La única alternativa parece mejorar tu inglés y abrazar ese mundo anglosajón sabiendo que siempre serás ciudadano de una provincia periférica del Imperio. Pero hay algo más que la resistencia a viajar por el mundo para que sin importar donde vaya siempre encuentre ese microcosmos anglosajón. Es una cierta intuición de que si el idioma no es más que en el fondo una tecnología de comunicación el monopolio cultural no puede ser nada bueno.