Transición

Hace muchos años caí en la cuenta que guardaba un primer recuerdo televisivo de algo que sólo pude identificar como la guerra civil libanesa. Quizás en mi memoria guardé imágenes de una película o simplemente se tratase de un falso recuerdo. Recuerdo que un día llegué a casa y mi madre me explicó que había sucedido un intento de golpe de estado. Tardé años en comprender que ello significaba algo más que unos hombres uniformados entrando con armas en el Congreso.

Mi primer recuerdo de un acontecimiento del que fui plenamente consciente de su calibre histórico fue la caída del Muro de Berlín. Sucedió en mi primer año de secundaria. El fin de la Guerra Fría provocó también el fin de las guerras civiles en América Latina y la llegada de la democracia a un buen número de países. Recuerdo que a partir de entonces se sucedieron los desfiles de nuevos jefes de estado y gobierno de países ahora democráticos de visita por España. Los medios de comunicación resaltaban sus discursos alabando el ejemplo que suponía España y su joven democracia, producto de una Transición modélica. Y yo adolescente inocente e ignorante me sentía orgulloso.

Durante años encontré sólo a un puñado, de los que para mí era radicales cascarrabias, que criticaban la sacrosanta Transición Española. ¿Qué esperaban aquellos chiflados para colmar sus sueños? ¿Que España se hubiera convertido en una República Democrática Popular vinculada al Pacto de Varsovia?

Tardé años en comprender. Las revoluciones suceden cuando parte de la propia maquinaria del poder se convence de que no merece la pena sostener por más tiempo el status quo. Las revoluciones triunfan cuando un dictador descuelga el teléfono y el general al otro lado se niega a sacar sus tanques para aplastar manifestaciones. Lo que no suelen contar los libros de historia escritos por los victoriosos revolucionarios son las negociaciones previas que puedan quitar mérito a la gesta de derrocar a Ceauşescu o Milošević.

En el caso español el asunto no llegó ni a la categoría de revolución. Se trató de una demolición controlada de las viejas estructuras en la que la izquierda aceptó como precio del advenimiento de la democracia olvidar las violaciones de los derechos humanos cometidas durante casi cuarenta años y respetar las fortunas amasadas al amparo del poder político. Se respetó la decisión del dictador de colocar como su sucesor en la jefatura del estado a un monarca con el que además se saltaba el orden dinástico. Quizás la vergüenza de este pecado original llevó a la instauración de un tabú consensuado sobre la institución de la monarquía que llega hasta hoy en España.

La muerte del dictador tuvo lugar en 1975, dos años después de la primera gran crisis económica mundial tras la Segunda Guerra Mundial. La Constitución fue sometida a referéndum a finales de 1978, que antecedió a la segunda crisis económica de la década y que dio pie a la revolución conservadora que aupó a Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Reino Unido. España que pretendía, según el preámbulo de la Constitución, constituirse en un Estado Democrático, Social y de Derecho inaguró con la Transición una democracia y un Estado del Bienestar limitados.

Podría pensarse que si la derecha democrática era la heredera política del régimen al menos el paso del tiempo produciría la deseable transformación. El cambio generacional se produjo efectivamente. Cuando en 1996 el Partido Popular llegó al poder las carteras ministeriales fueron ocupadas por los hijos, sobrinos y nietos de grandes figuras políticas de la dictadura.

Absurdamente España se dedicó durante años a dar lecciones de democracia a los países de Europa del Este y del Cono Sur. Tuvieron que pasar treinta años de la muerte del dictador para que hubiera voluntad de buscar a los miles de españoles ejecutados y enterrados en cualquier parte para devolver los restos a su familia. Estos días, sin ir más lejos